viernes, 26 de marzo de 2010

Ser Falso es Positivo



Ser Falso es Positivo

Reflexiones que podrían ser para tu blog, si te parece

¿Qué heredamos de la cultura precolombina en territorios de América?

 

Manuel Caicedo Paz

Santiago de Cali

Programa Camino al Barrio, TV Comunitaria

www.bajolamole.blogspot.com

 

Si nos atenemos a lo fundamental, espectacular y grandilocuente de las instituciones políticas que nos rigen, ¡nada! Los vencedores suelen siempre -como ocurre nada más hoy con los asentamientos judíos en territorios palestinos ocupados a sangre y fuego-, borrar en lo posible todo vestigio del pasado, fundamentalmente con dos objetivos: a) impedir que la persistencia de las estructuras preexistentes esté recordando la infamia, y b) aplicar borrón y cuenta nueva en el devenir histórico de la comunidad agredida. Al fin y al cabo, toda invasión y arrasamiento de otro pueblo parte de considerarlo inferior, atrasado, y en consecuencia el ingreso triunfal de la contraparte no solo es una azaña militar transitoria sino, en esa lógica, el advenimiento del progreso, la civilización, la forma de vida superior. Ninguna agresión contra otras naciones suele justificarse en la idea de llevar el atraso, la pobreza y la decadencia, sino en valores absolutamente trascendentes, épicos (Testigo de excepción Don Alonso de Ercilla, escritor monarquista del siglo xvi, y su largo poema La Araucana).

 

El caso de la presencia europea en América da cuenta cabal de estas dinámicas: más allá del anecdotario casi fabuloso en que se ha convertido la perplejidad de conquistadores y avanzados ante la majestuosa y exuberante naturaleza americana, lo cierto es que, a poco andar por estas tierras, y cuando aún no se hibridaba la sistemática resistencia que años después habría de caracterizar la historia continental de aquellos tiempos -es decir, cuando aún era posible, digamos ingenuamente, establecer vínculos de amistad propuestos en la mayoría de los casos por el liderato de los pueblos invadidos, como Anacaona y Caupolicán, para no ir más lejos-, el asombro cuasi místico no debió impedir a los civilizados ocupantes apreciar en toda su magnitud la colosal proeza arquitectónica, sanitaria, política, social, cultural y religiosa -atenida esta última a sus dioses tutelares- creada por quienes -¡oh ironía!- habría de tildárseles luego como bárbaros, déspotas, incultos, paganos y otros epítetos del vademécum imperial, arma poderosa del dominio posterior.

 

Vista semejante imponencia de las formas -remember Machu Pichu, Tlaxcala, Guatemala, Santa Martha y más portentos-, y en ellas la estricta aplicabilidad de sus meandros -tempranísima versión de arquitecturas funcionales posmodernas-, cualquiera con dos dedos de frente debió intuir que se encontraba ante civilizaciones avanzadas, solo posibles entre hombres y mujeres de elevada inteligencia, vasta formación tecno/científica, arraigados hábitos de trabajo y esfuerzo, así como sólidas formas políticas que, en conjunto, traducían estables y progresistas sociedades.

 

España, que sufría una insoportable guerra de diez siglos con la vecindad extra continental morisca -de la que había recibido, aún a troche y moche, ingentes aportes culturales en lo hablado, pulido y construido-, bien habría podido remozar sus ímpetus de potencia cultural y espiritual disminuidos en la prolongada contienda, e incorporar buenamente, a su atractivo acervo multiétnico, esta ignota resonancia de colores rutilantes, que sin duda habría venido a iluminar la ya oscurecida y decadente mensajería espiritual de la península. ¡Goza la mente imaginando la enorme consecuencia positiva que habría resultado del sincrético proceso, en la formación de una más poderosa  civilización conjunta!

 

Pero no fue ese el derrotero: rindiendo culto a los hados de la infamia, se procedió a preparar y ejecutar, fría y profesionalmente, una barbarie arrasadora -contra los bárbaros, vea usted- que no solo liquidó una inaudita herencia propiedad de la humanidad entera, sino que privó a esta de un nuevo advenimiento, de un nuevo florecer, cuyo potencial impacto en el destino humano está por medirse. La destrucción de todo vestigio en las civilizaciones invadidas, su reducción a monumentos para asombro de la humanidad contemporánea o -en el mejor de los casos- su débil referencia mediante tradición oral y lenguajes arqueológicos -tenue evocación cifrada que no consigue desentrañar la magnitud de la epopeya destruida- constituyó una pérdida -para no decir crimen, eludiendo lenguajes tremendistas- de la cual la humanidad ya no podrá reponerse.

 

¿Y que decir entonces de la herencia comportamental, ámbito de preocupación en nuestros días? ¡Enigma! Qué tipo de hombres y mujeres habrían resultado si el 14-92 hubiese resultado un verdadero encuentro de culturas, no es fácil de intuir; al fin y al cabo, tal personalidad así emanada recibiría sin esguinces la influencia del quehacer contemporáneo, en aras de cuyos dioses iracundos -mercado, individualismo a ultranza, egoísmo sin límites, hechizos héroes televisivos, abandono de utopías- habría ofrendado en holocausto buena parte de su construcción seglar. En cambio, brillantes creaciones sociológicas colectivistas -la minga, las borracheras y otros usos agoreros- apenas dejan asomar sus virtudes en hombros de necesidades cotidianas insatisfechas por grandes mayorías, manera de paliar en parte toda clase de carencias.

 

¿Cómo encontrar en el indigenato de hoy sumas alegrías a la manera occidental, tan arraigada ya en nuestra psiquis? ¿Cómo no cargar el peso de la terrible desconfianza hacia la mestiza y otras etnias, si se interrumpió abrupta, salvajemente su decurso histórico, sus instituciones políticas, su infraestructura y base económica pero, sobre todo, su vasta cultura milenaria, su música y otros goces del espíritu?

 

Pero en la que hoy llamamos malicia indígena, mezcla de fingimientos, melancolías y provechos indebidos -dicen quienes indebidamente se aprovechan de toda riqueza societal-, de odios y resquemores, tiene también su cuota el escenario de la tal independencia: cuando ya es un hecho que el invasor ha sido derrotado por patriotas en armas -largo ciclo del reloj con que iniciamos esta nota-, acobardado como todo poderoso en batahola de sucesos victimiza a población civil y castiga su opinión, obligando al populacho a silencios espectrales, a diálogos por señas en las esquinas asediadas de la fría Santa Fe; abundan los falsos positivos por presuntos apoyos a la gesta de Bolívar, pero 1810 y los Morales rompen temporal y parcialmente esa modorra expresiva, despertando júbilos y juramentos contenidos que muy pronto, malaya sea, serán sofocados por la contraofensiva imperial. Será hasta los prolegómenos del agosto memorable, nueve años más tarde, cuando de nuevo la euforia permita explosiones de contento. Días antes, sin embargo, los rostros embozados en las ruanas y tupidos chales, los ojillos apenas asomados y perplejos, solo veían una densa polvareda que venía del norte, oliendo aún a Boyacá, sin saber quien regresaba: si el Ejército Libertador, vencedor del dicho puente,  o las hordas imperiales, triunfantes otra vez. La terrible incertidumbre de previas calendas numerosas dejaría su imborrable impronta en los siseos de dicción que, 140 años después, recogerá magistralmente el escritor mexicano Carlos Fuentes,  receptor consciente de esa herencia colosal. Tal siseo, mirando de reojo y no a la cara, medio cubierta con la mano derecha que porta la punta del chal, aumentará una gestualización inconfundible que tiene su remoto origen en la inenarrable opresión de posconquista.                                    

 




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jueves, 25 de marzo de 2010