viernes, 20 de febrero de 2015

Las Ocho guerras


Las ocho guerras


Mauricio Rodríguez Amaya
Julio, 2028

H
ace quince años, el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo nos invitó a un evento de conmemoración de su 35 aniversario, en esta multitudinaria reunión, se dejó planteada una pregunta: ¿cómo será el país de los próximos quince años? Bueno, no teníamos como saberlo, no conocíamos la paz, por lo menos la firma de acuerdos que permitieran la superación del conflicto armado, éramos parte de la generación que no conocía un solo día sin violencia; y peor aún, no teníamos ni idea que habríamos de vivir el largo periodo de las ocho guerras.

La historia cambió, dio vuelcos incomprensibles y  vertiginosos; parimos un nuevo destino en medio de miles de incertidumbres, conflictos necesarios y aprendizajes complejos. Después de la firma de los acuerdos de paz, el país tomó un nuevo aire; las alas de los pueblos se multiplicaron y las calles se llenaron de gente para exigir cambios profundos, los colores se tomaron las calles y las calles se llenaron de protestas y las protestas estaban hinchadas de programas y los programas eran el futuro. Pero, como era de esperarse, muchos aún no comprendían los giros de la historia, y al contrario, hicieron todo cuanto estuvo en sus manos para evitar los cambios.  Así llegó esa época apasionante y dolorosa, que los historiadores contemporáneos llaman el período de las ocho guerras. Paradójicamente, la guerrilla más antigua del mundo dejaba las últimas armas, mientras cientos de personas por todo el territorio colombiano las tomaban por primera vez. Todos sabemos que el periodo de las ocho guerras fue menos largo pero mucho más intenso que la época anterior, y en cierta forma sin él, no estaríamos hoy hablando de los cambios que logramos. Primero vino la guerra de la tierra, en la que miles de campesinos saltaron sobre millones de hectáreas despobladas y dedicadas al engorde financiero; familias enteras se inmolaron para que fuera posible recuperar la pequeña propiedad campesina en el país con la mayor concentración latifundista; muchos murieron, aún en este momento no ha sido posible indicar cuantos, pero la guerra se ganó y no hubo suficientes balas ni bombas para despoblar un país que estaba siendo reconquistado y repoblado por la esperanza y la vida; pero si la guerra de la tierra fue cruenta, la guerra del agua fue más dolorosa. Empresas multinacionales eran las dueñas de las minas, el petróleo  y el agua, y fueron necesarias las más de 300 asambleas populares, las consultas abiertas, los millones de votos, para que se entendiera la necesidad de recuperar el control directo de la explotación de los recursos naturales y particularmente, el control sobre el agua. Pueblos enteros, miles de personas dejaron su vida en paréntesis, hasta no resolver el problema de la expulsión de la trasnacionales del agua y de las minas; las gentes en las plazas por más de cuatro meses en el año de las causas perdidas, lograron que el Estado reconociera la propiedad legítima sobre la tierra, el agua y los recursos naturales; fue la gente bajo las carpas, las lluvias matutinas y el inquebrantable solsticio de ese invierno, lo que lograron recuperaran el control sobre sus territorios, sus culturas sus imaginarios colectivos, sus vidas. Vino la guerra de los desocupados y las miles de manifestaciones atropelladas en las ciudades capitales; y esos desocupados se juntaron con los sindicatos y ganaron mejores condiciones para el empleo y el trabajo digno;  vimos venir la guerra del aire, y la ganamos,  y nunca tanta gente entendió como en esos meses su derecho al oxígeno limpio; y vivimos la guerra del petróleo y no se vendió un solo galón más de combustible privatizado; fuimos testigos de la guerra del indio y los territorios crecieron y volvimos a disfrutar de los sitios sagrados y se recuperaron cientos de estos lugares que habían sido avasallados por las excavadoras del carbón y los metales; sufrimos la guerra de los puertos, también conocida como la guerra negra, porque por todo el borde descomunal del pacífico, miles de hombres y mujeres de tez morena y corazones cálidos decidieron recuperar el rumbo de su propia historia. Esos días en que se pararon los puertos de pacífico,  sufrimos los avatares del desabastecimiento, pero en medio de las necesidades, todos sabíamos que era necesario aguantar, y así fue posible, volver a probar las bondades de nuestro suelo y nuestras montañas, de nuestros mares y ríos que se recuperaban vertiginosamente de la debacle próxima que produjo las guerras.

Luego vinieron esos días difíciles, cuando la represión endureció sus tácticas ad portas de la caída del régimen del Infame Monumental; soportamos con dignidad las duras circunstancias en esa breve guerra de los colores, y pudimos conocer el primer gobierno de los pueblos libres de la Colombia entera; el día de la marcha de los colores, sentíamos que nos estábamos descubriendo a nosotros mismos, que no había viaje hacia atrás y que era el momento de asumir la tarea de  inundar todas las literaturas con nuestra propia historia.
Estos quince años, desde el día en que el Colectivo nos indagó sobre el futuro, han sido la cantera de otra vida, la vida de otros pueblos, la esperanza que resurgió de las tristezas y de la muerte; han sido la vida repensándose y la tierra produciendo de nuevo alimento y amor; el agua fluye y es de todos, se puede respirar sin pagar el odioso impuesto del aire; se puede caminar por el mundo y tener el pecho henchido de orgullo por estas ocho guerras que cambiaron nuestras vidas para siempre.