Epoca del Bicentenario ¿Qué tanto hemos aprendido? Por :Mauricio Rodríguez Amaya
El 20 de julio de 1810 es considerado, en nuestra historia como el primer grito de los hombres y mujeres de estas tierras por la libertad. Esta brega se inició mucho antes, desde la resistencia indígena pasando por la valerosa acción de los artesanos encabezados por José Antonio Galán, quien erigió su hazaña desde una febril mañana de aquel mayo glorioso de 1781. Sin embargo, fue en 1810 cuando se sintieron los primeros estertores de la derrota definitiva de chapetones y virreyes, mientras la nueva clase de criollos, apoyada en libertos naturales y cimarrones venidos de ultramar, crecía vertiginosamente en madurez y experiencia para dirigir por su cuenta los destinos de un país naciente. 1810 representa la síntesis de años de trabajo diario e incansable de hombres y mujeres que durante un largo periodo, menos célebre entre los libros de historia, se dieron a la tarea de ir construyendo las bases de la independencia, no solo del gobierno, sino también de las letras, las ciencias, el arte y la cultura; actuaban bajo condiciones de opresión permanente, que obligaba a que las labores insurrectas se realizaran en el más entrañable secreto, mimetizados entre bibliotecas fecundas de plegarias medievales o entre los lentes del primer observatorio astronómico, venido con la Expedición botánica, a servir de caldera a los ánimos de una generación dispuesta a morir por la causa de la libertad. 1810 marca una ruta conflictiva contradictoria, en la cual la división entre criollos y la fragmentación colonial, -atada a los rezagos de un feudalismo vetusto- dio al traste con el sueño posible de la unidad de la patria, y lo que fue un epígrafe de futuro provisorio y libre, se convirtió en el epitafio de sus propios creadores. La experiencia posterior a la huida cobarde del virrey y su séquito de borlas espantadas, aquel 20 de julio, es ante todo aleccionante y triste: los nuevos dueños de tierras y esclavos (criollos ricos y clérigos) se apegaron a las cadenas que ataban al pasado servil y repulsaron el cambio hacia una república moderna; corrompi9dos por sus nuevas conquistas los terratenientes rompieron en trazas incontables las venas de la patria y lo que pudo ser un solo pueblo fue divido por odiosas diferencias alimentadas por falsos odios contra el resto de la raza hermana. La guerra vino a sellar el sino triste del fratricidio. Victoriosos unos un día, caían en la tarde como moscas, tras una zarpa vengativa que cambiaba en horas decretos y epigramas; los héroes de la noche eran en la mañana la ferviente muestra de abyección y vergüenza. Mientras tanto, el oprobio ultramarino ganaba aire tras la recuperación de la corona en manos de sus antiguos dueños. Volvieron para usurpar lo liberado y en el mantel en el que se les sirvió la bienvenida, que más bien tenía el acento fúnebre de una vergonzosa abdicación, cayeron las cabezas en orden de importancia, de quienes hicieron lo posible en medio de tanto odios y reyertas. Duró cinco años este experimento, y a pesar de las cabezas cortadas y los cuerpos calcinados a manera de escarnio, en las almas y las conciencias del pueblo ya había sido sembrada la semilla de la patria libre. Y un pueblo que ha conocido la libertad ya no puede dormir tranquilo si la ve asaltada. El nuevo asalto imperial solo duró unos cuantos años de terror y miseria; la pasificación, que era la demolición de las instituciones republicanas nacientes para levantar las vigas de la corona derrumbada y sombría, no logró contener el ímpetu de un pueblo ultrajado pero no rendido, asolado por la hambruna pero nunca abatido, y aún usando las faldas de sus mujeres ante la desnudez y la miseria, remontaron las montañas y cruzaron los valles para dar el cañonazo feroz con el que se sellaba para siempre la independencia de la patria naciente y el sueño de ser insignes guías de nuestra propia historia. Todo esto se logró después de un 20 de julio. Los agostos triunfantes y los años siguientes deben su gloria a la gallardía, la entereza y la honra de quienes, un 20 de julio abrieron la zenda de la independencia para que no volviera a ser clausurada.
¿Qué tanto queda de aquello que llamamos independencia? No había bajado el alborozo por la patria nueva, cuando los caudillos criollos repletos de medallas y laureles, se aprestaban a imponer las banderas de los Estados Unidos en las nuevas naciones. Bolívar observó con desamparo la treta que se fraguaba contra la libertad, y preocupados por su reacción, los nuevos lacayos planearon su muerte. Escapó el padre de la Gran Colombia a la intentona homicida, pero no pudieron nuestros pueblos frenar el espíritu entreguista de una estirpe demasiado enseñada a obedecer y sumamente preocupada por expandir sus fortunas aún a costa de las patrias libres. Santander nos endeudó hasta siempre con el Norte; Mariano Ospina Rodríguez promovió una frenética campaña de anexión a los Estados Unidos, que de no haber sido por la intervención histórica del General Mosquera, seguramente habría consumado su genuflexo idilio. Rafael Nuñez trajo a los marines de la patria gringa para defender su degenerada regeneración y el favor fue pagado años después por otro conservador de bajo cuño: José Manuel Marroquín, quien pagó con Panamá los favores recibidos por el gobierno Yanky durante el exterminio fratricida de guerra de los mil días. Tras las bayonetas vinieron las multinacionales y con ellas la expoliación de la madre tierra y el hambre para los colombianos. Incontables son las maniobras entreguistas de los gobiernos de turno durante el siglo XX, salvo contadas excepciones. Militarismo, dominación de la economía e ideología del consumismo, son las principales consecuencias de la entrega al poder imperial de los Estados Unidos de Norteamérica. Solo por esto días el títere de turno ha entregado las bases militares en manos extranjeras, necesarias para preparar sus nuevas aventuras contra los gobiernos que en esta porción del continente trabajan por hacer posible el sueño de Bolívar y Nariño, San Martín y Manuela. Tenía razón Iriarte al plantear que las republiquetas que nacieron de nuestra independencia se parecen a sus genuinos fundadores. Si se parecieran a Nariño y a Bolívar, serían los Estados Unidos de Hispanoamérica. La libertad está en ciernes; estamos amarrados al empréstito externo, y con este se manipula la política y el pensamiento. Las escuelas se empeñan por repetir las doctrinas que conducen al destino manifiesto, la televisión goza con la copia y los gobiernos se entregan antes que les pidan. Por eso, el bicentenario es una época para conmemorar aprendizajes y derrotas, de vivas victoriosas y lágrimas de muertes y tristezas. La época del bicentenario es para pensar sobre lo que hemos hecho con la patria de Nariño y Galán, Santander y Policarpa, de Caldas, de Torres y doña Antonia Santos. Vale la pena pensar si hemos hecho lo honrosamente correcto con la obra de la independencia, si hemos hecho de la patria el hogar deseado y el terruño que ofrecerá la sabia de nuestros nietos y bisnietas. La época del bicentenario es también una oportunidad para mirar el presente, no con la vista puesta en las fiestas de reverberaciones sobre lo acontecido hace ya tantos años, sino con la mirada en el futuro, que es el futuro de la humanidad. La época del bicentenario debe servir para reflexionar si nuestro pueblo tiene la dimensión histórica del reto que le corresponde, en medio de una patria mancillada y dolida por los azotes del tirano de turno o del protervo imperio que los manda. Recuperar el camino de la independencia, no es cuento del pasado ni oblación de héroes: es el compromiso de quienes soñamos con un mundo libre de las tiranías remotas y cercanas, es nuestro compromiso con una generación que aspira abrazar la naturaleza como a nuestra propia madre y percatarnos que la hemos abandonado en manos avarientas y toscas al calor y al amparo. Volver a pensar la independencia, es cuestión de orientar la mirada en el horizonte, donde está la esperanza. |
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