Aún podemos derrotar la Guerra
"le queda la tarea a la gente de a pie, a los que se cansaron de trabajar sin horas extras, a los ahogados de los créditos impagables de la educación privada, a los campesinos hartos de las explosiones de la sísmica o las bombas, a las mujeres cansadas de la exclusión patriarcal, a las madres que guardan de sus hijos asesinados las fotos y el deseo de conocer la verdad".
Mauricio
Rodríguez Amaya
@MauricioRodríguezAmaya.blogspot.com
Hemos
construido un país basado en el odio, en la confrontación armada y en la
destrucción física y epistémica del enemigo. La guerra ha sido un sello
particular de nuestra política. Pareciera que sin guerra no sabemos
cómo organizar el Estado, cómo distribuir los recursos públicos ni cómo
construir consensos y disensos democráticos. Hace pocos meses abandonamos una
de las más largas, que costó más muertes fuera de ella que en los combates y en
las confrontaciones directas entre los ejércitos en disputa; Los fusiles fueron acallados, pero no hemos
sido capaces de pensar diferente a la época en que esos fusiles lo definían
todo.
Hemos
pasado la primera vuelta de las elecciones presidenciales y las sorpresas nos
son pocas. En números planos, más allá de un eventual fraude, gana un candidato
que a voces es la encarnación de quienes se apoderaron de las tierras,
desplazaron millones de colombianos, entregaron miles de títulos mineros,
promovieron el paramilitarismo y sembraron cientos de fosas. Gana quien mejor
sabe vender el miedo, miedo al vecino, miedo a lo diferente, miedo a las
alternativas, miedo al cambio. En eso se sustenta la agenda de quienes saben
bien cómo enriquecerse haciendo exactamente lo mismo, a quienes saben combinar
muy bien la retórica del odio, la
práctica de la violencia institucionalizada y la economía parasitaria del narcotráfico
y el extractivismo.
No
sorprende que en una sociedad precarizada por la pérdida de los derechos del
trabajo, violentada en la dignidad por siglos de violencia, enferma de paranoia
contra los diferentes, banalizada por la publicidad y aceitada por el afán de
lucro, gane el que mejor recoge la esencia de lo que esa sociedad es y conoce.
No sorprende que la gente vote por medio almuerzo aunque eso represente perder
el refrigerio de sus hijos, o que voten por la minería, aunque sueñen con ir a
la finca o la montaña; no sorprende que se inclinen al odio, aunque cada
domingo religiosamente se prometan a sí mismos perdonar a los que los ofenden. Pero
lo que sí sorprende es que algunos de quienes han
luchado contra ese modelo de corrupción y explotación se hagan a un lado en un
momento de definiciones cruciales que podrían ponernos en la ruta de las
economías emergentes y en la posibilidad de superar la guerra devastadora. Sorprende que los adalides de la corrupción
dejen solo al candidato que en segunda vuelta puede derrotar a los corruptos.
Sorprende que los que ayudaron a construir la paz se hagan a un lado para facilitar el
retorno de quienes prometieron hacerla trizas. Sorprende que los que han
denunciado la violencia de las mafias, dejen el camino abierto a las mafias
para que ganen con sus mayorías aceitadas.
No
es el momento de hacerse a un lado, sino de asumir los retos de una disputa
histórica entre el poder tradicional de la guerra y la posibilidad de una era
de paz; entre quienes se enriquecieron recibiendo las coimas del extractivismo
y quienes proponen hacer transformaciones para recuperar la economía con producción
y conocimiento. Es el momento de dar la disputa por un cambio de rumbo, que
puede tener apuestas alternativas e incluso contra-hegemónicas. Algunos líderes,
contrario al llamado del momento histórico, han abandonado la pelea por los cambios
en esta etapa de las definiciones. Quizás
porque esos cambios no son su agenda, quizás porque aún siéndolo, temen más a
los desconocido de los cambios que a lo conocido de la guerra que también les permitió
fama y prestigio. Algunos de esos líderes
han abandonado a la suerte la opción de cambio; entonces, le queda la tarea a
la gente de a pie, a los que se cansaron de trabajar sin horas extras, a los
ahogados de los créditos impagables de la educación privada, a los campesinos hartos
de las explosiones de la sísmica o las bombas, a las mujeres cansadas de la exclusión
patriarcal, a las madres que guardan de sus hijos asesinados las fotos y el
deseo de conocer la verdad. Esta pelea se hará sin los rostros reconocidos y
mediatizados que en el momento de las definiciones abandonaron insolidariamente
el cambio. Se hará con millones de rostros anónimos donde se marca la indignación
y la dignidad de no desfallecer cuando sus caudillos les han dado la espalda. El
cambio habrá que caminarlo sin las grandes lumbreras que se ocultaron por
sobrevivencia o por estrategia; el cambio se caminará a pie, preguntando, viviendo
las inclemencias del clima y el silencio de la prensa. Así como nos ha tocado siempre,
con el corazón en la mano y un buen libro en la mochila, nos corresponde
caminar preguntando lo que no sepamos e imaginando para explicar el
mundo que nos corresponde construir; nos corresponde derrotar la guerra a los que no hemos renunciado a dejar
definitivamente atrás el camino marcado por las cicatrices de las bombas y las minas. Aún podemos soñar y caminar, y mientras se camine y se sueñe, hay esperanza.
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