domingo, 17 de mayo de 2009

Con Mario vino el amor


Mauricio Rodríguez Amaya


www.bajolamole.blogspot.com


No habíamos terminado el colegio, éramos muy jóvenes y la esperanza en un mundo diferente, nos exigía larguísimas jornadas de bregas y refriegas de las cuales, cansados, salíamos dichosos por el deber cumplido. Gabriel era el jefe, de hecho lo fue durante muchos años. Pedrito era el más nuevo, no llevaba más que unos pocos meses en la casa de barro y teja rústica desde donde veíamos pasar la vida haciendo de a poquitos la revolución o por lo menos su promesa. De vez en cuando venían Jorge, o Gerardo o el poeta. Pero cualquiera que fuera la circunstancia había solo uno que no faltaba a las jornadas que proseguían al café de la tarde, o a una cerveza, cuando alguno de nosotros ponía sus restos para elevar el ánimo de todos: Mario. Mario era el único que no faltaba.


Y las jornadas comenzaban a las seis o seis y media. Nos instalábamos primero en la oficina de atrás, la que el Partido nos había dejado, con el fin de que nadie viera el desorden de libros y papeles que hacían invisibles los escritorios de madera rústica y las sillas de lata; y resueltos a innovar en nuestros liminares conocimientos sobre poesía, abríamos primero el Inventario Uno. Gabriel cargaba casi a diario un volumen antiquísimo y rugoso por las puntas, amarillento y víctima entre páginas de manchas inocultables de vino, lágrimas y asaltos; casi todas las hojas tenían siquiera una anotación o un asterisco. Claro que habían algunas que doblaban la demanda y exigían aún mayores marcas; esas eran las del libro, porque los poemas del primer inventario nos habían traído también en amor a la vida, a las muchachas, a la lucha, a la esperanza, y esas manchitas que los versos de Mario produjeron en nuestras conciencias y en nuestros corazones ya no podrán borrarse ni evadirse cuando tengamos la oportunidad de contar alguna historia.


De la selección de los clásicos, los históricos, los que nunca fallaban (y aún no fallan) íbamos a los que no habíamos leído o habíamos dejado pasar para que maduraran su propio tiempo. Cada uno cogía el librito, buscaba una palabra clave, una intuición, una figura que le permitiera leerlo a los demás. Claro que otros poetas nos acompañaban; Walt Whitman, por ejemplo, Aurelio Arturo, y vez en cuando nos arriesgábamos a leerle a los demás nuestros últimos intentos de poesía o de prosa, según el autor o su estilo.


Pero Mario era el único que no faltaba; crecimos con él, amamos con él, y gracias a él. Algunos de esos amores inolvidables nacieron precisamente en esas noches: cuando las oficinas de adelante se quedaban sin presencia de los camaradas de la dirección regional; nos acomodábamos al lado de los dos teléfonos de la oficina principal (la del secretario general, por supuesto). Nos dábamos la maña de aventurar las puertas para poder entrar a pesar de la explícita prohibición de utilizar las líneas telefónicas en horas de la noche, salvo situaciones excepcionales, con el propósito de contribuir colectivamente a proteger las finanzas del partido. Y echábamos mano de cuadernos, directorios, servilletas conspicuas, o donde hubiéramos guardado los teléfonos de aquellas niñas a las cuales teníamos el deseo y el afán de conocer, de echarle flores, de enamorar despacio pero efectivamente, (como toda revolución que se respete). Y ella, al otro lado de la línea, sentía al principio un circunstancial interés en lo que vendría, a pesar de la extrañeza, luego se iba acomodando a la solemnidad del poema que leíamos con la mejor voz, la pronunciación adecuada y el tono seductor de aquellos años. Ella, muchas veces no decía nada al mismo instante, en otras, lográbamos escuchar un suspiro profundo inocultable a pesar de la línea telefónica. Y claro, otras colgaban antes de construir el puente indestructible.


Grandes amores vinieron con Mario, gracias a Mario. A pesar de nuestros recortados recursos financieros, habíamos encontrado otra forma de ir directo al alma y a las sienes. Fue una época maravillosa; a veces nos daban las doce o el nuevo día en medio de poemas y llamadas, sueños de amores y también desventuras. También iba Mario con nosotros a las reuniones semanales de Los Comunes o a los recitales improvisados en el mirador de Cristo Rey, o a las izadas de bandera en nuestros colegios, o a los concursos de poesía, o a la radio, o sencillamente a nuestras almohadas hasta quedar vencidos en alguna página que cargaría con nosotros por largas horas durante la noche.


Durante mucho tiempo comentamos con Gabriel que debíamos conocer a Mario. Nunca pudimos en persona. Sin embargo, en mi caso, me he recorrido sus libros, su poesía, su prosa, sus propios amores y sus desamparos. Ha muerto Mario y esto que él debió escucharlo en carne propia, lo escribo ahora para que todos los que le debemos algo a Benedetti, nos demos la tarea de recordarlo siempre, de enseñarlo, de llevarlo a la mano, pues nunca se sabe cuando se requiera ese poema necesario.


Como dijo el Poeta, Eso dicen/Que al cabo de diez años/Todo ha cambiado/allá. Y es cierto. Las cosas han cambiado tanto que los recuerdos se confunden en fechas y detalles; pero no se me olvidarán aquellas noches, en medio del cansancio o el calor imposible, encerrados en la casa de barro cocido, aprendiendo a descifrar la vida, acompañados del mejor maestro: Mario Benedetti.