LA CASA DEL
CARACOL
Almaro
Durmió el caracol
300 años, encerrado en su hogar de piedra;
cuando el sueño acabó y vino la necesidad de ver la luz, salió de su
morada intacta, levantó no sin dificultad los pseudópodos entumecidos por el
descanso casi eterno. Sacó la cabeza y sintió la rudeza del sol sobre sus acrisolados ojos. Miró a su alrededor
buscando recuerdos en su memoria insondable que le permitieran ubicarse en su
presente subrepticio y lejano.
Estupefacto
con los brillos irreconocibles, los vientos inmutables y el frío de las rocas, más eternas aún; dio un primer paso, buscó de nuevo entre su memoria calcárea
algo que le aferrara con la vida, con el destino inmemorial de despertar
después de tanto tiempo. Nada halló, nada vio que le perteneciera. Todo había
cambiado, todo cuanto conocía había fenecido
y todo había nacido de nuevo sobre los estrépitos rocosos de los
muertos. Había que decidir entre volver
al caparazón incorruptible o arriesgarse a traspasar la piedra. Era menester
tomar decisiones inmediatas y soportar el rigor del camino que el destino
asumiera. Volvió sobre su vientre, nada sintió que ya no conociera, nada vio
que ya no hubiera repetido noche tras noches durante los últimos 300 años.
Volvió a la luz, ya con ahínco, ya con
ganas, nada le parecía más extraño que volver a su cueva infinita. Vino
entonces un primer paso, el definitivo; el viento de la noche arreció sobre el
acantilado, las mareas alcanzaron con su brisa el canto de las rocas, una
llovizna fría desafió el ímpetu de la coraza y el caracol volvió a refugiarse.
Durmió,
agobiado por el fracaso y adormecido por la paciencia de la espera. Así pasaron
300 años más, hasta que la calidez del alba iluminó la concha y tuvo la fuerza
para volver a intentarlo definitivamente. Por fin, salió de su concha, sintió el
frío que nunca había conocido su espalda, sintió la brisa sobre sus ojos entre
abiertos para resistirla, sintió el piso áspero de la roca y se aferró a ella
con sus jugos biliares, abandonó su casa y caminó libre por primera vez,
conquistó la cima de la piedra y pudo presenciar por mucho tiempo el magnífico
manifiesto de las rocas sobre las cuales el mar escribe diariamente su propia
historia. Leyó los aires y probó la brisa, su casa quedó abajo, muy abajo, ya
no era menester volver a ella, la muerte llegaría en pocas horas y refugiarse
de nuevo ya no valía la pena.
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