Un
octubre 3, después de la Guerra
Mauricio
Rodríguez Amaya
Las
cosas se parecen al pasado, los pobres seguimos siendo pobres, las
multinacionales siguen explotando nuestro carbón, envenenando nuestras aguas
con mercurio y destrozando pueblos; todo sigue como ayer, como hace unos años;
pero hay algo nuevo, algo poderosamente nuevo, se respira otro aire de
esperanza.
Hoy Salí a trabajar,
temprano como de costumbre, tomé el transporte de siempre, los mismos rostros, las
mismas sillas llenas; algo era más extraño; por alguna razón, más gente venía
conversando sobre ayer, sobre los acontecimientos de la mañana y las angustias
de la tarde mientras se esperaban los resultados en casi todos los televisores
y en todas las radios. En casi todas las ciudades, salvo algunas pequeñas y
remotas, había ganado el Sí, un sí de un país entero por la Paz, como una manifestación
colectiva del agotamiento que sentimos con la guerra. Había ganado el Sí; cerca
de las 7 de la noche, ya los resultados confirmaban un deseo colectivo, una
posibilidad peleada y soñada; la diferencia era abrumadora, quienes salimos a
votar fuimos muchos, los que votaron por el Sí fueron casi tres veces el número
de aquellos que dijeron no.
La tarde estuvo igual; en
el almuerzo la paz era el tema y las sonrisas la constante; en la tarde, en el café,
todo hablaba de paz, todo hablaba de ganas de parar y superar la guerra. Al final,
mientras compartía algunas notas en el cafetín de la ventana grande, dos
mujeres, trabajadoras treintañeras, simpáticas, discutían fervorosamente sobre
el tema, ellas conversaban sobre la síntesis de este escrito que aún no había
nacido. La mayor dijo, pues al fin y al cabo, todo sigue igual, hoy me tocó madrugar igual y
trabajar como si nada; nada ha cambiado; la chica, la más joven, respondió, sí,
tienes razón, todo sigue igual, pero no podrás quitarme, al menos por hoy, la sonrisa que produce esta nueva esperanza.
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