Los
caminos de la paz
Mauricio
Rodríguez Amaya
Primero fue el camino de
la Uribe en 1982, donde la comisión del Gobierno de Belisario Betancourt se
encontró con las FARC para discutir los términos de una paz negociada. De ese
intento surgió la Unión Patriótica como movimiento político nacional de la
izquierda, pero dos grandes fenómenos llevaron al traste esta posibilidad: la
retoma a sangre y fuego del Palacio de Justicia en Cabeza de Jaime Castro y el
General Plazas Vega, y el asesinato de los parlamentarios, concejales y
alcaldes electos de la UP, que en las elecciones de 1986 logró 5 senadores, 9
representantes (incluido Iván Márquez, por el Caquetá), 14 diputados, 351
alcaldes y 23 concejales; también fue asesinado el Candidato presidencial Jaime
Pardo Leal, en la noche triste del 28 de
marzo de 1987. La democracia quedaba herida de muerte y la paz, calcinada entre
los escombros del Palacio. Se fulminó la ley de amnistía del año 82 y la tregua
se esfumó con su estela de muerte y dolor.
Otro intento de paz en
medio del baño de sangre nacional, se creaba desde las tierras de Corinto, en
el Cauca, donde el M-19 buscaba la negociación a pesar del asesinato del candidato
Liberal Luis Carlos Galán Sarmiento el
18 de agosto de 1989; en efecto, el 8 de marzo de 1990 el eme entregó las armas para impulsar una nueva Colombia desde las
vías de la democracia; La respuesta ofrecida por el establecimiento colombiano
fue contundente y unívoca: el candidato a la Presidencia por la Unión
Patriótica, Bernardo Jaramillo Ossa, fue asesinado en la mañana del 22 de marzo,
en el Puente Aéreo de Bogotá, y Carlos Pizarro, Jefe Máximo de la Alianza
Democrática M-19, fue acribillado solo mes y medio después de entregar las
armas, dentro de un avión, un miserable 26 de abril.
Un nuevo intento surgió en los diálogos de Cravo Norte, en el Arauca, donde el ELN, el EPL y las FARC, buscaron de nuevo la alternativa de la negociación, a pesar de la masacre contra la Unión Patriótica, el asesinato de Bernardo y Pizarro y de la fracasada operación “Casa Verde” con que el Presidente de Colombia pensaba acabar la dirigencia de las FARC el mismo día que escogía la Nueva Asamblea Nacional Constituyente, el 9 de diciembre de 1990. El 15 de mayo de 1991, la Coordinadora Guerrillera y el Gobierno Nacional acordaron realizar diálogos de Paz en Caracas los cuales se iniciaron en 1992, año en que el entonces Coronel Hugo Chávez Frías intentó una toma militar del Gobierno de Venezuela, lo que obligó a la mesa de negociaciones trasladarse a Tlaxcala, en México, donde los diálogos se suspendieron después de la muerte en cautiverio del Ex ministro colombiano Argelino Durán Quintero; de nuevo, la esperanza de la paz volvía a cerrarse el 22 de mayo de 1992.
Fueron casi diez años más
de guerra, acercamientos y conversaciones en diferentes lugares del planeta, giras internacionales, países amigos,
reuniones de alto nivel, y miles de muertos en los barrios y los pueblos de
Colombia y una inversión incalculable en defensa, para que en el 2000 gobierno
y guerrilla volvieran a asumir una postura decisiva frente a la paz. Con el
acuerdo de Los Pozos, volvimos a pensar en serio en la posibilidad de un
acuerdo que nos permitiera vivir el final del conflicto armado; varias veces
fuimos a Los Pozos a participar en las reuniones convocadas por el comité Temático,
desde Neiva por la vía de Balsillas, una trocha inexpugnable de más de 18 horas
en la que había que bajarse de los carros para rellenar con piedras y palos los
tremendos huecos producidos por la lluvia y el barro, hasta llegar a San
Vicente del Caguán. Muchas veces fuimos con la esperanza de aportar a los
cambios desde la perspectiva de las organizaciones juveniles y estudiantiles;
pero el proceso tenía tres grandes enemigos: la estrategia paramilitar que se
había consolidado después de 20 años de desolación y terror por todo el
territorio colombiano, el Plan Colombia que redimensionó la arrogancia
guerrerista de las fuerzas militares y la soberbia de una guerrilla que creyó
que la negociación no era más que una táctica en su estrategia de derrota
militar al Establecimiento colombiano. Álvaro Uribe Vélez encarnó los intereses
de los dos primeros enemigos del proceso y supo aprovechar políticamente los
errores de la estrategia guerrillera.
Quizá en ese momento no
entendimos que Uribe representaba toda la escoria del establecimiento,
empoderado bajo el influjo del narcotráfico y protegido por los ejércitos
privados de los Castaño, los Bernas y los Mancuso. Con su llegada a la
presidencia desapareció la esperanza de paz y se agudizó la conflagración con
todas sus barbaridades y estertores; en su gobierno vimos cientos de pueblos
despedazados y millones de campesinos condenados a la expulsión de sus propias
tierras, rutas del narcotráfico consolidadas so pretexto de la estrategia
contrainsurgente y un gobierno dedicado al saqueo y al engaño. Con Alvaro Uribe
Vélez se volvieron pan de cada día las ejecuciones extrajudiciales, a las que
el eufemismo de nuestra doctrina militar determinó Falsos positivos; con Uribe creció la corrupción de las
instituciones, incrementaron los montajes judiciales contra la izquierda y
contra los detractores del nuevo régimen; con Uribe llegamos más cerca del
Fascismo y tuvimos que vivir doce años más de guerra, de dolor y de muerte; de
exclusión y pobreza, de atraso y venganza.
Juan Manuel Santos, es
heredero genuino de Alvaro Uribe Vélez, hijo legítimo del establecimiento que condenó
a estas tierras a la guerra, el mismo establecimiento que ha sabido aprovechar
la guerra como medio para enriquecerse,
para desolar el campo, para reprimir la lucha popular y para eliminar a
los opositores. Santos representa la misma agenda de exclusión colonial que
Colombia ha debido soportar desde 1990; fue ministro de todos los gobiernos
neoliberales y dirigió directamente la economía de muerte y la guerra de
exterminio de los últimos 30 años. Él es un representante de quienes se han
enriquecido en nombre de la guerra, de quienes han liquidado las esperanzas de
paz y que han hecho de Colombia un cráter insondable de terror y miseria.
Pero Santos volvió a abrir
la puerta de la esperanza de la paz, avanzó dos años en diálogos con la
Guerrilla y se ha comprometido a llevar dichos diálogos hasta la firma de un
acuerdo para el fin del conflicto. Ese hecho histórico lo diferencia
radicalmente de su antecesor y lo distancia definitivamente de quienes
necesitan la guerra para mantener vivo el pretexto de las rutas seguras del
narcotráfico, la expropiación de la tierra y la corrupción medular del Estado.
Lo que sucede en la Habana con las FARC y la posibilidad de diálogo con el ELN,
son hoy ventanas determinantes para creer que nuestras hijas y nuestros nietos
tendrán derecho a vivir sin la guerra, sin la muerte amparada en las
guarniciones militares o escondida en cualquier rincón de la patria. Esos
diálogos no son más que una mera expectativa, pero de esa expectativa depende el
futuro. Santos y la clase que representa debe cumplir su palabra de firmar el
fin de la confrontación armada, para poder empezar otro largo y tortuoso camino
de recomposición nacional, de verdad, de justicia, de no repetición y de
reparación integral a las víctimas.
Permitir el retorno de
Uribe a la jefatura del Estado es condenar a mis hijas a otros 20 años de
miseria y muerte, de guerra descomunal contra los pobres, de narcotráfico y
paramilitarismo. Permitir el retorno de Uribe, es declarar que quienes hemos
vivido ya más de 30 años de guerra y solo cuatro intentos de paz, hemos sido
derrotados por el guerrerismo y las mafias, que nos han ganado la tiranía del
narcotráfico y sus bandas paramilitares, que merecemos la miseria y la muerte,
porque no supimos actuar consecuentemente en momentos decisivos como estas
elecciones presidenciales.
Voy a votar por la Paz, porque las futuras
generaciones merecen otro mundo, otra Colombia, otros sueños. Para que los
mercaderes de la muerte dejen por fin de azuzar el odio y producir miseria,
para que algún día, condenados por sus crímenes, reconozcan que teníamos
razón y la negociación política era el
camino posible hacia la paz.
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